Ciertos autores nos hablan de una forma u otra de como el hombre moderno está «separado de sí mismo» hasta sugerir que algún cambio básico se produjo en la raza humana en cierto momento de su historia y que, después de ese momento, el hombre se encontró atrapado en una forma más estrecha de conciencia. Así, hemos compensado esta pérdida aprendiendo a utilizar la capacidad de raciocinio con mayor eficacia. Y nuestra civilización tecnológica es el resultado.
Schwaller de Lubicz estaba totalmente convencido de que hay una diferencia fundamental entre la mentalidad egipcia y la del hombre moderno y habla de ello una y otra vez en todos sus libros. Una de las formas más importantes de esta diferencia puede verse en los jeroglíficos. Las palabras, según Schwaller, fijan su significado. Si lees la palabra «perro», evoca un concepto vago, abstracto de la «condición de perro». Pero si contemplas la fotografía, o incluso el simple dibujo de un perro, el animal está mucho más vivo. Todo el mundo, de niño, se ha probado esas gafas rojas y verdes que hacen que las fotografías se vuelvan tridimensionales. Miras la fotografía con los ojos sin gafas y parece borrosa con manchas rojas y verdes superpuestas unas a otras. Luego coges unas gafas de cartón que tienen un ojo de celofán rojo y otro de celofán verde y la fotografía deja de ser borrosa y adquiere tres dimensiones. Según Schwaller, nuestras palabras son como la fotografía borrosa. El jeroglífico es una imagen que cobra vida súbitamente. Schwaller dice: «Cada jeroglífico puede tener un significado fijo, convencional para su uso común, pero incluye todas las ideas que puedan estar relacionadas con él, y la posibilidad de comprensión personal».
René Schwaller nació en Alsacia en 1887, en el seno de una rica familia burguesa. Su padre era químico farmacéutico y René pasó su infancia soñando en los bosques, pintando y llevando a cabo experimentos químicos. Desde el principio se sintió fascinado igualmente por el arte y la ciencia, combinación cuya importancia para la obra de su vida no puede subestimarse. Se dice que a los siete años de edad tuvo una revelación sobre la naturaleza de lo divino, y siete años más tarde, otra iluminación relativa a la naturaleza de la materia. Cuando era adolescente se fue a París para aprender a pintar con el gran Matisse. El propio Matisse se hallaba a la sazón bajo la influencia del filósofo Henri Bergson, que hacía hincapié en que la inteligencia no alcanza a captar la realidad y, una vez más, su propia tendencia a desconfiar de la simple ciencia se vio fortalecida. Sin embargo también se embarcó en el estudio de la física moderna, que en aquellos momentos experimentaba la influencia de Einstein y Planck. Ingresó en la Sociedad Teosófica y empezó a pronunciar conferencias y escribir artículos para la revista de la sociedad. En el primero de ellos rindió homenaje a la ciencia, que «conduce a todo el progreso, fecunda toda actividad y nutre a toda la humanidad», al tiempo que la atacaba por su conservadurismo. Sin embargo, Schwaller era, por naturaleza, mucho más realista y pragmático que los teósofos y se estaba imponiendo a sí mismo la tarea de combatir el realismo con el pensamiento racional. Al parecer, el siguiente paso fue su interés por la alquimia, la ciencia de la transmutación de la materia y la búsqueda de la «piedra filosofal». Pero lo que interesaba a Schwaller no era tratar de convertir el plomo en oro. Creía que la alquimia es básicamente una búsqueda mística cuyo objetivo es la iluminación y que la transmutación de metales no es más que un subproducto de la misma. Pronto añadió a sus estudios de alquimia el de las vidrieras de colores y la geometría de las catedrales góticas, convencido de que ocultaban algún conocimiento secreto de los antiguos.
La tradición ocultista se basa en la idea de que existía en el pasado una ciencia que abrazaba la religión y las artes. Este conocimiento sólo lo poseían los miembros de una pequeña casta de iniciados y los albañiles medievales lo codificaron en las grandes catedrales góticas. Según el escritor William Stirling: “Desde los tiempos del antiguo Egipto esta ley ha sido un arcano sagrado que se comunica exclusivamente por medio de símbolos y parábolas y cuya creación, en el mundo antiguo, constituía la forma más importante de arte literario; por consiguiente, su exposición requería una casta sacerdotal a quien se hubiera enseñado su uso, y en él se instruyó a los gremios de artistas iniciados, que existieron en todo el mundo hasta tiempos relativamente recientes. Hoy en día todo esto ha cambiado”. Schwaller tenía poco más de veinte años cuando conoció a un alquimista que se hacía llamar Fulcanelli y habló con él de la Gran Obra de transmutación. Rodeaba a Fulcanelli un círculo de discípulos que se hacían llamar Los Hermanos de Heliópolis, que estaban entregados de lleno al estudio de las obras de Nicolas Flamel y Basil Valentinus. Visitaban las librerías de ocasión de París en busca de antiguos textos alquímicos. En un volumen antiguo que estaba catalogando para una librería parisina había hallado Fulcanelli un manuscrito de seis páginas y tinta descolorida, y lo había robado. Indicaba que el color desempeñaba un papel importante en el secreto de los alquimistas. Pero Fulcanelli, cuya actitud ante la alquimia era materialista, no logró comprenderlo. Schwaller pudo ayudarle en sus interpretaciones. También mostró a Fulcanelli su propio manuscrito sobre las catedrales medievales. Fulcanelli se entusiasmó al verlo y se brindó a ayudarle a buscar un editor. De hecho, Fulcanelli tuvo el manuscrito en su poder durante mucho tiempo y acabó robando la mayoría de sus principales visiones interiores para su propio libro El misterio de las catedrales, publicado en 1925, que se ha convertido en un clásico moderno. Mientras tanto, Schwaller había trabado amistad con un poeta francés y príncipe lituano que se llamaba Luzace de Lubicz Milosz.
Durante la primera guerra mundial Schwaller trabajo de químico en el ejército y después de la contienda Milosz le otorgó el título de caballero por los servicios que había prestado al pueblo lituano, así como el derecho a añadir «de Lubicz» a su nombre. En ese momento Schwaller recibió el nombre místico de AOR. Él y Milosz fundaron una organización política llamada Les Veilleurs («los vigilantes»), que se basaba en las ideas elitistas de Schwaller y a la que en cierto momento perteneció el futuro jerarca nazi Rudolf Hess, que era también miembro de una orden secreta alemana llamada la Sociedad de Thule. Pero parece que Schwaller se cansó de participar en la política y se mudó a Suhalia, en Suiza, para continuar sus estudios esotéricos con un grupo de amigos de ideas afines, en particular los estudios relacionados con las vidrieras de colores. Esto duró hasta 1934, año en que los problemas económicos causaron la disolución de la comunidad de Suhalia. Para entonces, Fulcanelli ya había muerto. Según Schwaller, había invitado a Fulcanelli a su domicilio de Grasse, en el sur de Francia, para intentar la Gran Obra y el éxito fue total. Convencido de que ya sabía cómo producir la transmutación alquímica, Fulcanelli volvió a París y repitió el experimento varias veces, fracasando en todas ellas. La razón, según diría más adelante Schwaller, era que él había elegido el momento oportuno y las condiciones más indicadas para el experimento, mientras que Fulcanelli no sabía nada de esas cosas. En 1936 desembarcó en Alejandría para visitar la tumba de Ramsés IX. Allí tuvo una revelación mientras contemplaba una imagen del faraón, que aparecía representado bajo la forma de la hipotenusa de un triángulo rectángulo cuyas proporciones eran 3:4:5, a la vez que el brazo alzado representaba una unidad complementaria. Estaba claro que los egipcios conocían el teorema de Pitágoras siglos antes del nacimiento de su autor. De pronto, Schwaller se dio cuenta de que la sabiduría de los artesanos medievales se remontaba al antiguo Egipto. Durante los quince años siguientes, hasta 1951, permaneció en Egipto, estudiando sus templos, en particular el de Luxor. Los resultados fueron su voluminosa obra geométrica The Temple of Man, y su último libro, Sacred Science.
En un capítulo titulado «Experimental Mysticism» del libro A New Model of the Universe, Ouspensky, discípulo de Gurdjieff, describe cómo utilizó algún método no especificado para lograr la conciencia «mística». Una de las características de este estado de ánimo era que cada palabra, cada cosa, le recordaba docenas de otras palabras y cosas. Cuando miraba un cenicero, éste liberaba tal torrente de significados y asociaciones, sobre el cobre, la extracción de cobre, el tabaco o el fumar, que escribió en un papel: «Uno podría volverse loco a causa de un cenicero». De modo parecido, Schwaller dice: «Así pues, los jeroglíficos no son metáforas en realidad. Expresan directamente lo que quieren decir, pero el significado sigue siendo tan profundo, tan complejo como podría ser la enseñanza de un objeto (silla, flor, buitre), si hubiera que considerar todos los significados que se le pueden atribuir. Pero por pereza o hábito, eludimos este proceso mental analógico y designamos el objeto por medio de una palabra que para nosotros expresa un único concepto fijo». En The Temple of Man, utiliza otra imagen. Si decimos «hombre que anda», imaginamos un hombre andando, pero de una manera vaga, abstracta. Pero si vemos una imagen de un hombre andando, incluso en un jeroglífico, el hombre se vuelve real. Y si el hombre que anda está pintado de verde, entonces también evoca la vegetación y el crecimiento. Y aunque andar y crecer parecen no tener absolutamente ninguna relación entre sí, podemos sentir la relación en la imagen del hombre verde. Esta facultad que tiene el jeroglífico de evocar una «realidad» dentro de nosotros es a lo que se refiere Schwaller cuando habla de la «posibilidad de comprensión personal».
En el mismo libro, en un capítulo sobre la mentalidad egipcia, vuelve a tratar de explicarse. A nuestro método moderno de vincular ideas y pensamientos lo llama «mecánico», como una palanca unida rígidamente a algún engranaje. En cambio, la mentalidad egipcia es «indirecta». Un jeroglífico evoca una idea, pero también evoca docenas de otras ideas relacionadas. Y trata de explicarse por medio de una imagen sencilla. Si miramos fijamente un punto de color verde vivo y luego cerramos los ojos, veremos el color complementario -el rojo- dentro de nuestros párpados. El occidental diría que el verde es la realidad, y el rojo, alguna clase de ilusión dependiente de esa realidad. Pero un egipcio antiguo hubiera tenido la sensación de que el rojo es la realidad, porque es una visión interior. Es importante no interpretar mal esto. Schwaller no dice que la realidad externa sea una ilusión. Lo que dice es que los símbolos y los jeroglíficos pueden evocar dentro de nosotros una realidad más rica, más compleja. La gran música y la gran poesía producen el mismo efecto. Estos versos de Keats: “Las aguas móviles en su sacerdotal tarea de ablución pura en torno a las costas humanas de la tierra”, evocan de algún modo un rico complejo de sentimientos, que es la razón por la cual Eliot dijo que la verdadera poesía puede comunicar antes de ser comprendida. La percepción normal nos muestra meramente cosas sencillas, privadas de su «resonancia». Un paralelo sencillo sería un libro, que es un objeto sólido de forma rectangular; esto es su «realidad externa». Pero lo que hay dentro del libro puede hacer que emprendamos un viaje mágico. La realidad del libro está oculta y para una persona que no sepa leer, el libro sería meramente un objeto físico. Cuando examinamos esto a la luz de lo que hemos dicho sobre los lados izquierdo y derecho del cerebro, podemos ver inmediatamente que un jeroglífico es una imagen y, por tanto, lo capta el lado derecho del cerebro. Una palabra es una sucesión de letras y la capta el lado izquierdo el cerebro. ¿Dice Schwaller que los egipcios eran «gente de cerebro derecho» y nosotros somos «gente de cerebro izquierdo»?
Sí, en efecto, pero hay mucho más que eso. Dice que los egipcios poseían una clase de inteligencia diferente de la del hombre moderno, una inteligencia que es igual y en muchos aspectos superior. Schwaller la llama «inteligencia innata» o «inteligencia del corazón». Parece el tipo de doctrina que predicaba D. H. Lawrence o Henry Miller, y hasta cierto punto lo es. Pero hay muchas más cosas implícitas de lo que Lawrence y Miller pensaban. A pesar de su «inteligencia del corazón», ambos escritores se veían a sí mismos esencialmente como hombres modernos, por lo que las críticas que dirigen contra el siglo XX a menudo resultan negativas y destructivas. Ninguno de los dos parece ser consciente de las posibilidades de una forma distinta de ver. Una de estas posibilidades es obvia. Si pensamos en lo que Manuel Córdova aprendió en la selva del Amazonas, podemos ver que entrañaba el aprendizaje de ciertas «facultades» que parecen casi míticas, En primer lugar, la facultad de participar en el «inconsciente colectivo» de la tribu. Vemos que Córdova pudo ver una procesión de pájaros y otros animales y que los vio de forma mucho más detallada que por medio de la percepción normal. El jefe de la tribu le había enseñado a hacer uso activo de su hemisferio derecho, que a su vez proporcionaba mucha más riqueza (más asociaciones) que la percepción visual normal. Sería un error pensar que la telepatía es una facultad «paranormal». Con una serie de experimentos que llevó a cabo en el decenio de 1960, el doctor Zaboj V. Harvalik, físico de la universidad de Misuri, demostró que tenía una base científica. Para empezar, Harvalik se sintió intrigado por el arte del zahorí, es decir, la facultad de ver lo que está oculto y que, al parecer, poseen todos los pueblos primitivos. Al observar que la varilla del zahorí, una ramita bifurcada que sostienen las dos manos por las dos puntas de la horquilla, reaccionaba siempre a una corriente eléctrica, empezó a sospechar que el arte del zahorí es básicamente eléctrico. Hincó verticalmente en tierra dos cañerías de agua, separadas por unos 18 metros, y conecto sus extremos con una batería potente. En cuanto encendió la corriente, la varilla reaccionó retorciéndose en sus manos. Hizo la prueba con algunos amigos y descubrió que todos podían hacer de zahorí si la corriente era suficiente. Una quinta parte de ellos pudieron detectar incluso corrientes de sólo dos miliamperios. Todos mejoraron de forma constante con la práctica.
La radiestesia o rabdomancia es una actividad pseudocientífica que se basa en la afirmación de que los estímulos eléctricos, electromagnéticos, magnetismos y radiaciones de un cuerpo emisor pueden ser percibidos y, en ocasiones, manejados por una persona por medio de artefactos sencillos mantenidos en suspensión inestable como un péndulo, varillas “L”, o una horquilla que supuestamente amplifican la capacidad de magnetorrecepción del ser humano. Un zahorí, a veces llamado radiestesista o rabdomante, es alguien que afirma que puede detectar cambios del electromagnetismo a través del movimiento espontáneo, de dispositivos simples sostenidos por sus manos, normalmente una varilla de madera o metal en forma de “Y” ó “L” o un péndulo. Los zahoríes afirman ser capaces de detectar la existencia de flujos magnéticos o líneas ley, corrientes de agua, vetas de minerales, lagos subterráneos, etc. a cualquier profundidad y sustentan la eficacia de la técnica en razones psicológicas, y los movimientos de los instrumentos por el efecto ideomotor. Mientras para algunos defensores de la técnica, se trataría de una habilidad explicable por la ciencia, otros la tratan de “facultad supranormal“. La radiestesia en su variante tradicional de búsqueda de aguas subterráneas es una práctica llevada a cabo desde hace al menos 4500 años. Ha sido ampliamente practicada desde tiempos remotos, a falta de conocimiento geológico o de instrumental científico, si bien hoy día sigue teniendo amplio uso en zonas rurales, a pesar de la falta de pruebas científicas sobre su eficacia. Los primeros intentos de explicación científica se basaban en la noción de que las varillas del zahorí eran físicamente afectadas por emanaciones de las sustancias de interés. Por ejemplo, William Pryce, en su Mineralogia Cornubiensis de 1778 de las que científicos argumentan que “tales explicaciones no tienen actualmente sustento científico válido“.
En 1986, la revista Nature, incluyó el zahorismo en una lista de “efectos que se presuponían paranormales, pero que pueden ser explicados por la ciencia“. En concreto, el zahorismo puede ser explicado en términos de pistas sensoriales y conocimientos previos del zahorí, efectos de expectativas y probabilidad. Los escépticos y algunos creyentes piensan que el instrumento usado por el zahorí no tiene energía propia, sino que amplifica pequeños movimientos inconscientes de las manos, efecto conocido como efecto ideomotor. Esto haría de la varilla un instrumento de expresión de conocimiento o percepción subconsciente del adivino. Algunos autores afirman que el ser humano podría ser sensible a pequeños gradientes del campo magnético terrestre, aunque no hay evidencia sobre ello. El zahorismo, tal y como se practica hoy en día parece haberse originado en Alemania durante el siglo XV para encontrar metales. Ya en 1518 Martín Lutero la citaba como una violación del primer mandamiento, al considerarlo un acto de brujería en su obra Decem praecepta. En la edición de 1550 de la Cosmographia de Sebastian Münster aparece un grabado de un zahorí con una varilla en Y en unas extracciones mineras. En 1556, Georgius Agricola realiza una detallada descripción del zahorismo para la búsqueda de metales. En 1662, el jesuita Gaspar Schott afirmó que la práctica era una superstición, e incluso satánica, aunque posteriormente diría que no estaba seguro de que el diablo fuera siempre el que movía la varita. El uso de varas o ramas para la localización ha sido un elemento popular de las creencias populares de principios del siglo XIX en Nueva Inglaterra. Los primeros líderes mormones, religión surgida en esa época, participaron de esas creencias. Así, Oliver Cowdery, escriba del Libro de Mormón y uno de los doce apóstoles de la Iglesia Mormona, usó una varilla para practicar la adivinación. El término radiestesia aparece en inglés por primera vez en los años treinta, proveniente del francés radiésthesie creado hacia el año 1890 por el abad Alexis Bouly quien fundaría la Sociedad de Amigos de la Radiestesia.
Harvalik también reparó en que las personas que parecían incapaces de hacer de zahorí «sintonizaban» repentinamente después de beber un vaso de whisky. Era obvio que el whisky las relajaba e impedía la injerencia del «lado izquierdo del cerebro». Harvalik descubrió que una tira de papel de aluminio enrollada en la cabeza bloquea por completo la capacidad de hacer de zahorí, lo cual también demuestra que el fenómeno es básicamente eléctrico o magnético. Un maestro zahorí alemán llamado De Boer era capaz de detectar corrientes bajísimas, de una milésima de miliamperio. Incluso podía detectar las señales de las emisoras de radio, para lo cual daba la vuelta lentamente hasta quedar de cara a la emisora. Sintonizando una radio portátil en la misma dirección, Harvalik comprobaba que De Boer había acertado. Asimismo, De Boer podía seleccionar determinada frecuencia con exclusión de las demás, lo cual se parecía a nuestra capacidad de «sintonizar» con conversaciones diferentes en una fiesta. Cuando alguien inventó un magnetómetro capaz de detectar las ondas cerebrales, Harvalik se preguntó si un zahorí también podría captarlas. Se colocaba de espaldas a una pantalla en su jardín, con tapones en los oídos, y le decía a algún amigo que caminase hacia él desde el otro lado de la pantalla. La varilla de zahorí captaba la presencia del amigo cuando éste se hallaba a unos tres metros de distancia. La distancia se multiplicaba por dos si Harvalik le pedía al amigo que pensara en cosas «excitantes», por ejemplo en la sexualidad. Parece, pues, que el arte del zahorí es simplemente la facultad de detectar señales eléctricas. Pero ¿cómo las detecta la varilla de zahorí? Al parecer, alguna parte del cuerpo, que Harvalik dedujo que eran las glándulas suprarrenales, capta la señal y la transmite al cerebro, que a su vez hace que los músculos tengan convulsiones. Los músculos estriados que intervienen en ello están sometidos al control del lado derecho del cerebro Los experimentos de Harvalik se describen en Christopher Bird, The Divining Hand, 1979. El arte del zahorí, al igual que la telepatía, es una facultad del lado derecho del cerebro.
Si el arte del zahorí y la telepatía tienen explicación científica, entonces es posible comprender cómo el chamán de la edad de piedra podía influir en el movimiento de los bisontes o los ciervos y garantizar el éxito de los cazadores dibujando estos animales y poniendo así en marcha el proceso de «asociación» que describe Schwaller. En un libro titulado Early Man hay una especie de gráfico suelto que muestra la evolución del hombre desde los simiescos driopiteco y ramapiteco hasta el hombre moderno, pasando por el australopiteco y el Homo erectus. El problema de los gráficos de esta clase es que nos dan la idea de que tuvo lugar una progresión ininterrumpida, por medio de la selección natural y la supervivencia de los mejor dotados, que llevó inevitablemente al Homo sapiens sapiens. La objeción que se pone a este panorama es que hace que todo parezca demasiado mecánico. Por esto el libro de Cremo, Forbidden Archaeology, ofrece un recordatorio oportuno de que no es el único punto de vista. Con la sorprendente afirmación de que puede que el hombre anatómicamente moderno lleve millones de años en la Tierra, al menos Cremo hace que pongamos en duda esta visión mecánica de la evolución. Una vez más hay que hacer hincapié en que la visión «mecánica» no es «darwiniana». Darwin nunca fue dogmático hasta el extremo de afirmar que la selección natural fuese el único mecanismo de la evolución. Son sólo sus seguidores neodarwinianos quienes han convertido su pensamiento en dogma. Empecemos, pues, a formular una historia alternativa suponiendo que tal vez Mary Leakey tiene razón al sugerir la posibilidad de que un hombre que andaba con el cuerpo erguido y parecía «humano» existía ya en la Tierra hace tres millones y medio de años. También señaló que había estudiado un período de medio millón de años en la garganta de Olduvai durante el cual no hubo cambios en las herramientas. El hombre permaneció invariable porque no tenía ningún motivo para evolucionar. Dedicaba la mayor parte de sus energías simplemente a permanecer vivo. En tal caso, ¿por qué empezó a evolucionar con una rapidez tan grande, que se da al acontecimiento el nombre de «la explosión del cerebro»?
Al hombre moderno le resulta casi imposible ponerse en el lugar de un ser supuestamente sin civilización, sin cultura y sin nada más que la naturaleza que le rodeaba. Hasta los indios amahuacos que describe Manuel Córdova vivían en chozas y utilizaban lanzas, arcos y flechas. Pero al menos permiten que nos hagamos una idea de lo que debe de ser vivir en contacto con la naturaleza de día y de noche. Los indios de Córdova leen todas las señales de la selva, todo lo que se ve y se oye, del mismo modo que nosotros leemos el periódico de la mañana. Y nuestros antepasados remotos debían de poseer la misma capacidad con el fin de sobrevivir. Tenemos que imaginárnoslos rodeados de presencias, algunas visibles, algunas invisibles. Y tenemos que imaginárnoslos en estrecho contacto con la naturaleza, más estrecho del que podemos concebir. Schwaller de Lubicz intenta transmitir cierto sentido de la conciencia del hombre primitivo, aunque, forzoso es reconocerlo, se refiere a los egipcios antiguos: «… cada ser vivo está en contacto con todos los ritmos y armonías de todas las energías de su universo. El medio de este contacto es, por supuesto, la misma energía que contiene este ser vivo en particular. Nada separa este estado energético que hay dentro de un ser vivo individual de la energía en que se encuentra inmerso…». Dicho de otro modo, Schwaller ve al hombre y a los animales primitivos inmersos en un mar de energías como peces en el agua. Es como si fuera parte de ese mar, un nudo de energía más denso que el que le rodea y sostiene. Schwaller habla de neters, palabra egipcia que suele traducirse por «dios» pero que aquí significa algo que está más cerca de una vibración de energía individual: “… en cada mes de cada estación del año, cada hora del día tiene su neter, porque cada una de estas horas tiene su carácter propio. Se sabe que la campanilla azul florece al amanecer y se cierra al mediodía como la flor de loto… ciertas frutas requieren el sol de la tarde para madurar y adquirir color… Un pimentero joven, por ejemplo, se inclina hacia el sol abrasador de la mañana, que es diferente del sol de cocción de la tarde… sacaremos la conclusión de que existe una relación entre la fruta, por ejemplo, su sabor, y el sol de su maduración, y, en el caso del pimentero, entre el fuego de la pimienta y el fuego del sol. Hay una armonía en su «naturaleza»“.
Si un buen horticultor planta sus coliflores en el día de luna llena, y un mal horticultor las planta cuando hay luna nueva, el primero obtendrá coliflores ricas y blancas y el segundo no cosechará más que plantas raquíticas. Es suficiente intentar esto para probarlo. Y lo mismo ocurre con todo lo que crece y vive. ¿Por qué estos efectos? ¿Rayos directos del sol o rayos indirectos reflejados desde la luna? Desde luego, pero por otra razón, una razón menos material: la armonía cósmica. Las razones puramente materiales ya no sirven para explicar por qué hay que tener en cuenta la estación, incluso el mes y la fecha exacta para obtener los mejores resultados. Entran en juego influencias cósmicas invisibles. Schwaller no sólo permite ver por dentro el estado anímico de los egipcios, sino también el motivo por el cual el hombre primitivo prestaba tanta atención al sol y a la luna. Por esto hacía piedras y discos solares perfectamente esféricos y por esto, más adelante, enterraría a sus muertos en túmulos circulares. El sol y la luna significaban para él infinitamente más de lo que puede significar para el hombre moderno. Schwaller hace otro comentario fundamental que es tan válido para el primitivo Homo sapiens como para los antiguos egipcios: que daban por sentado que había vida después de la muerte. La vida en la tierra era sólo una pequeña parte del gran ciclo que empezaba y terminaría en otro mundo. Los espíritus de la naturaleza y los espíritus de los muertos eran tan reales como las personas vivas. Las complicadas prácticas funerarias del hombre de Neandertal indican claramente que también él daba por sentado que existía vida después de la muerte.
Cualquier clase de ritual indica un nivel de inteligencia que supera la meramente animal. Un ritual simboliza acontecimientos en el mundo real. Y un símbolo es una abstracción. El hombre es el único ser capaz de abstracción. Y como es difícil imaginar alguna clase de ritual sin comunicación, entonces también tenemos que imaginar que era capaz de hablar. Se cree que «la explosión del cerebro» se debió a la aparición del habla. Y esta teoría también requiere que expliquemos lo que el hombre primitivo tenía que decir. El hombre de Pekín no tenía ninguna necesidad de preguntarle a su esposa: «¿Has hecho la colada?». Pero si vivía en el mundo rico y complejo que sugiere Schwaller de Lubicz, en el cual cada hora del día tenía su neter o vibración individual, y en el que el sol, la luna y los espíritus de los muertos eran presencias vivas. Entonces la lengua tenía, por así decirlo, un objeto sobre el cual ejercitarse. El hombre de Pekín nos proporciona otra pista. En 1930, Teilhard de Chardin visitó al abad Breuil en París y le enseñó un fragmento de hueso ennegrecido. «¿Qué piensa usted que es esto?» El abad lo examinó, luego dijo: «Es un fragmento de asta de ciervo que ha sido expuesto al fuego y luego trabajado con alguna tosca herramienta de piedra». «¡Imposible! -exclamó Teilhard-. Procede de Chukutien». «No me importa de dónde proceda -dijo Breuil– El hombre le dio forma… un hombre que conocía la utilización del fuego». El fragmento de asta tenía alrededor de medio millón de años de antigüedad. Y dado que lo habían tallado con una herramienta después de quemarlo, debemos suponer que primero lo quemaron deliberadamente. Así que el Homo erectus usaba el fuego.
Tenemos que pensar que se proveía de fuego cuando veía que un relámpago abatía un árbol -o algún fenómeno parecido- y entonces se encargaba de que continuara ardiendo siempre, seguramente encomendando a algún miembro del grupo que mantuviera el fuego encendido. Y es obvio que este concepto de mantener un fuego encendido, durante año tras año, daría al «vigilante del fuego» un fuerte sentido de motivación y de tener una meta. Y como tener una meta contribuye a la evolución, he aquí otra posible causa de la «explosión del cerebro». Al parecer, el hombre de Pekín conocía el fuego y tenía alguna clase de ritual religioso. Schwaller hace la importante observación de que la ciencia, el arte, la medicina y la astronomía de los egipcios no deben verse como aspectos diferentes de la vida egipcia, sino que todos eran aspectos de lo mismo: la religión en el sentido más amplio. La religión era idéntica al conocimiento. Lo mismo debía de suceder en el caso de los descendientes del hombre de Pekín. Habían pasado del nivel meramente animal al nivel donde el conocimiento podía definirse empleando algún tipo de lenguaje. Ver un árbol o un río o una montaña como un dios -o, mejor dicho, un neter- sería verlo bajo una luz nueva y extraña. Incluso hoy, la persona que se ha convertido a una religión ve el mundo bajo esta luz extraña que hace que todo parezca diferente. George Bernard Shaw hace decir a un personaje de Vuelta a Matusalén que desde que su mente despertó, hasta las cosas pequeñas resultan ser cosas grandes. Éste es el efecto del conocimiento. Trae un sentido de la distancia del mundo material, y un sentido de control. Sin embargo, el hombre de Neandertal era religioso y, aun así, desapareció misteriosamente de la historia. Esto puede deberse a una sola razón: que el ser que le suplantó tenía un sentido aún mayor de la precisión y el control. Sin duda el hombre de Neandertal tenía su propia forma de magia cinegética; pero, seguramente, comparada con la magia del hombre de Cro-Magnon, con sus chamanes y rituales y dibujos rupestres, era tan tosca como una bicicleta comparada con un automóvil.
Este sentido de la precisión y el control aparece ilustrado en una historia que Jacquetta Hawkes cuenta en su libro Man and the Sun (1962): “La falta de cualquier representación o símbolo solar en el arte del paleolítico tal vez no signifique que el sol no desempeñara absolutamente ningún papel en él. Un rito que se practica entre los pigmeos del Congo previene contra semejante suposición. Frobenius viajaba a través de la jungla con varios de estos hábiles y valientes pequeños cazadores cuando, al caer la noche, surgió la necesidad de carne fresca. El hombre blanco preguntó a sus compañeros si podían matar un antílope. La insensatez de la pregunta los dejó atónitos. Explicaron que aquel día no podían cazar con buenos resultados porque no habían hecho los preparativos apropiados; prometieron que saldrían de cacería por la mañana. Frobenius sintió curiosidad por saber en qué podían consistir los preparativos, así que se levantó antes de que amaneciera y se escondió en la cima de la colina que habían elegido. Aparecieron todos los pigmeos del grupo, tres hombres y una mujer, y al poco alisaron la superficie de una pequeña extensión de arena y trazaron un dibujo en ella. Se quedaron esperando; luego, al salir el sol, uno de los hombres disparó una flecha contra el dibujo, mientras la mujer alzaba los brazos hacia el sol y profería exclamaciones. Los hombres se internaron corriendo en la selva. Al acercarse al lugar, Frobenius se encontró con que el dibujo representaba un antílope y la flecha estaba clavada en el cuello. Más adelante, después de que los cazadores volvieran con un hermoso antílope que tenía el cuello atravesado por una flecha, algunos de ellos arrancaron mechones de pelo del animal y llenaron una calabaza con su sangre, cubrieron el dibujo con todo ello y luego lo borraron”. Joseph Campbell añade: «Lo más importante de la ceremonia de los pigmeos era que se celebrase al amanecer, que la flecha se clavara en el antílope exactamente cuando un rayo de sol cayera sobre él…».
Es fácil ver que el cazador de Cro-Magnon, utilizando esta técnica, se sentiría como el moderno cazador que emplea un fusil de gran potencia dotado de mira telescópica. En comparación, la magia del hombre de Neandertal, que era más antigua, debía de parecer tan tosca como un arco y una flecha. Seguramente fue el motivo de que el hombre de Cro-Magnon se convirtiera en el fundador de la civilización. Su dominio de la «magia» le daba un sentido de optimismo, de tener una meta, de control, como ningún animal había poseído antes. Un elemento fundamental de esta evolución fue la autoridad del jefe. Entre los animales, el jefe es sencillamente el más dominante. Pero si el hombre de Cro-Magnon se parecía a sus descendientes de Egipto, Sumeria, Europa o, incluso, al jefe de los indios amahuacas de Brasil, entonces sus reyes no eran sencillamente figuras dotadas de autoridad, sino sacerdotes y chamanes, hombres que conocían a los «espíritus» y a los dioses. Esto tenía una importancia inmensa para el hombre antiguo. Lo mismo ocurría en el antiguo Egipto, bajo su faraón-dios. De manera que si hubo una civilización en la «Atlántida» antes de 11000 a. de C., y en Tiahuanaco en los Andes, así como en el Egipto predinástico, entonces podemos afirmar categóricamente que se trataba de una «teocracia faraónica», gobernada por un rey del cual también se creía que era un dios. Las pirámides las construyeron hombres que creían de forma total y sin ninguna duda que su faraón era un dios y que erigir tan magníficas estructuras significaba servir a los dioses. Esta creencia da a una sociedad una meta y una dirección que es imposible que tenga un grupo de meros animales, por dominante y astuto que sea su jefe. Cuando el hombre primitivo empezó a creer que el jefe de su tribu estaba en comunicación con los dioses, dio uno de los pasos más importantes en su evolución.
En el verano de 1933, un escocés de 39 años llamado Alexander Thom ancló su yate de vela en East Loch Roag, al noroeste de la isla de Lewis, en las Hébridas. Thom era un ingeniero aeronáutico cuya pasión de toda la vida era navegar a vela. Al salir la luna, alzó los ojos y vio que sobre ella se recortaban las piedras verticales de Callanish, «el Stonehenge de Escocia». Después de cenar, Thom subió andando hasta ellas y al recorrer con los ojos la avenida de menhires, se dio cuenta de que su eje principal, que iba de norte a sur, señalaba directamente la estrella Polar. Pero Thom sabía que cuando se erigieron las piedras -probablemente antes que la Gran Pirámide- la estrella Polar no estaba en la misma posición que en aquel momento. ¿Cómo, pues, los hombres que construyeron el monumento consiguieron señalar con tanta exactitud el norte geográfico? Haría falta algo más que conjeturas para lograr una precisión tan increíble como la que se ve en Callanish. Un método consistiría en observar la posición exacta del sol naciente y del sol poniente y luego bisecar la línea entre ellos. Pero esto sólo puede hacerse con exactitud en terreno llano, donde ambos horizontes están nivelados. Otro consistiría en observar alguna estrella cerca del polo al caer la noche, volver a observarla doce horas después, antes del amanecer, y bisecar esa línea. Thom se dio cuenta de que resultaría una tarea complicadísima que requeriría el empleo de plomadas y estacas verticales. Era obvio que aquellos ingenieros antiguos estaban muy avanzados. Thom empezó a estudiar otros círculos de piedras, la mayoría de los cuales eran virtualmente desconocidos. Quedó convencido de que sus constructores eran hombres con una inteligencia igual a la suya, o superior: un programa de televisión sobre las ideas de Thom los llamó «Einsteins prehistóricos». La idea dejó estupefactos a la mayoría de los arqueólogos. El astrónomo sir Norman Lockyer había comentado, hacia principios del siglo XX, que Stonehenge podía ser una especie de calculadora astronómica que señalaba las posiciones del sol y de la luna, pero nadie había tomado muy en serio sus palabras, puesto que la mayoría de los «expertos» estaban convencidos de que los constructores de Stonehenge eran salvajes supersticiosos que probablemente llevaban a cabo sacrificios humanos en la piedra que hacía de altar. Thom afirmaba ahora que, al contrario, eran geómetras magistrales.
Asimismo, la mayoría de los círculos de piedra no eran círculos. Algunos tenían forma de huevo y otros, de letra «D». Sin embargo, la geometría era siempre precisa, como pudo descubrir Thom a lo largo de años de estudio y cálculo. ¿Cómo lo hacían? Thom descubrió finalmente que los «círculos» estaban construidos alrededor de «triángulos pitagóricos», es decir, triángulos cuyos lados tenían una longitud de 3, 4 y 5 unidades respectivamente (por lo que el cuadrado de la hipotenusa era igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados). ¿Y por qué querían aquellos círculos? La respuesta era en este caso más difícil. Seguramente para calcular cosas tales como las fases de la luna, el movimiento del sol entre los solsticios y los equinoccios y para predecir los eclipses. Pero ¿por qué querían predecir los eclipses? Thom reconocía que lo ignoraba, pero contaba la historia de dos antiguos astrónomos chinos que perdieron la cabeza por no haber predicho un eclipse, lo cual significaba que los antiguos concedían una importancia inmensa a los eclipses. Había otro problema interesante. Si aquellos hombres antiguos eran tan buenos en geometría, ¿cómo lo recordaban todo? Los constructores de megalitos aparentemente no nos han dejado ninguna tablilla de piedra o de barro en la que aparecieran inscritas proposiciones geométricas. Pero la verdad es que nos consta que los antiguos griegos se sabían las obras de Homero -y de otros poetas- de memoria. Habían cultivado su memoria hasta ser capaces de recitar cientos de miles de líneas. La Iliada y la Odisea que nosotros leemos en libros se habían transmitido durante siglos en la memoria de los bardos. De ahí que éstos fueran tan respetados. Cuando murió en 1985, a la edad de 91 años, Alexander Thom ya no era considerado un chiflado. Gran número de respetables arqueólogos y expertos en historia antigua de Inglaterra se habían convertido en sus más firmes partidarios. Asimismo, el astrónomo británico Gerald Hawkins había confirmado las aseveraciones más importantes de Thom introduciendo datos procedentes de monumentos como Stonehenge en su ordenador en Harvard y demostrando que existían alineamientos astronómicos.
Un bardo, en la historia antigua de Europa, era la persona encargada de transmitir las historias, las leyendas y poemas de forma oral además de cantar la historia de sus pueblos en largos poemas recitativos. Su trabajo era por lo normal ambulante, contando sus historias ante distintos públicos, con el objetivo de que no se perdieran; eran auténticos almacenes de la historia comunitaria, transmisores de noticias, mensajeros e incluso embajadores entre distintos pueblos. La palabra es un préstamo del protocéltico bardos o gwerh, específicamente, de como se hablaba entre los celtas de Irlanda, entre quienes se consideraban casi sagrados e inviolables, estando exentos de contribuciones y del servicio de las armas. Se destacaron también entre los Galos y galeses, y, con una tradición diferente, en los países de Escandinavia, donde se los conocía como skald. La elevación a la posición de bardo se verificaba todos los años en una competencia a los que asistían los principales bardos del país. Vestían de azul a diferencia de los druidas que lo hacían de blanco. Esa tradición de competencias anuales todavía persiste en festivales, el más famoso de los cuales es el Eisteddfod Nacional del país de Gales (que es parte de un ciclo de “Eisteddfodau“) In Irlanda se tienen los Fleadh Cheoil y en Bretaña, el Kan ar bobl. Ejemplos históricos y legendarios de bardo incluyen a Alan-a-Dale, Will Scarlet, Amergin y a Homero. De hecho, cada cultura tiene su narrador de historias o poeta, ya sea llamado bardo, skald, juglar (éste nombre es de la Edad Media) o de cualquier otra forma. Más tarde el término se aplicó a cualquier poeta e incluso músicos itinerantes. Un buen bardo debía ser de lengua ágil, corazón ligero y pies veloces (cuando todo lo demás fallaba).