Ciertos autores nos hablan de una forma u otra de como el
hombre moderno está «separado de sí mismo» hasta sugerir
que algún cambio básico se produjo
en la raza humana en cierto momento de
su historia y que, después de ese momento, el hombre se encontró atrapado en
una forma más estrecha de conciencia. Así, hemos compensado esta pérdida
aprendiendo a utilizar la capacidad de raciocinio con mayor eficacia. Y nuestra
civilización tecnológica es el resultado.
Schwaller de Lubicz
estaba totalmente convencido
de que hay
una diferencia fundamental entre la mentalidad egipcia y la del hombre moderno y habla de ello una y otra vez
en todos sus libros. Una de las
formas más importantes
de esta diferencia
puede verse en los jeroglíficos. Las palabras, según
Schwaller, fijan su significado. Si lees la palabra «perro»,
evoca un concepto
vago, abstracto de
la «condición de perro». Pero si contemplas la fotografía,
o incluso el simple dibujo de un perro, el animal está mucho más vivo.
Todo el
mundo, de niño,
se ha probado
esas gafas rojas
y verdes que hacen que las fotografías se vuelvan
tridimensionales. Miras la fotografía con los
ojos sin gafas
y parece borrosa
con manchas rojas
y verdes superpuestas unas a
otras. Luego coges unas gafas de cartón que tienen un ojo de celofán rojo y
otro de celofán verde y la fotografía deja de ser borrosa y adquiere
tres dimensiones. Según
Schwaller, nuestras palabras
son como la fotografía
borrosa. El jeroglífico
es una imagen
que cobra vida súbitamente. Schwaller dice: «Cada
jeroglífico puede tener un significado fijo, convencional para
su uso común,
pero incluye todas
las ideas que puedan
estar relacionadas con
él, y la
posibilidad de comprensión personal».
René Schwaller nació en Alsacia en 1887, en el seno de una
rica familia burguesa. Su padre era químico farmacéutico y René pasó su
infancia soñando en los bosques, pintando y llevando a cabo experimentos
químicos. Desde el principio se sintió fascinado igualmente por el arte y la
ciencia, combinación cuya importancia para la obra de su vida no puede
subestimarse. Se dice que a los siete años de edad tuvo una revelación sobre la
naturaleza de lo divino, y siete años más tarde, otra iluminación relativa a la
naturaleza de la materia. Cuando era adolescente se fue a París para aprender a
pintar con el gran Matisse. El propio Matisse se hallaba a la sazón bajo la
influencia del filósofo Henri Bergson, que hacía hincapié en que la
inteligencia no alcanza a captar la realidad y, una vez más, su propia
tendencia a desconfiar de la simple ciencia se vio fortalecida. Sin embargo
también se embarcó en el estudio de la
física moderna, que en aquellos momentos experimentaba la influencia de
Einstein y Planck. Ingresó en la Sociedad Teosófica y empezó a
pronunciar conferencias y escribir artículos para la revista de la
sociedad. En el primero de ellos rindió homenaje a la ciencia, que «conduce a
todo el progreso, fecunda toda actividad y nutre a toda la humanidad», al
tiempo que la atacaba por su conservadurismo. Sin embargo, Schwaller era, por naturaleza, mucho más realista y
pragmático que los teósofos y se estaba imponiendo a sí mismo la tarea de
combatir el realismo con el pensamiento racional. Al parecer, el siguiente paso
fue su interés por la alquimia, la ciencia de la transmutación de la materia y
la búsqueda de la «piedra filosofal». Pero lo que interesaba a Schwaller no era
tratar de convertir el plomo en oro. Creía que la alquimia es básicamente una
búsqueda mística cuyo objetivo es la iluminación y que la transmutación de
metales no es más que un subproducto de la misma. Pronto añadió a sus estudios
de alquimia el de las vidrieras de colores y la geometría de las catedrales
góticas, convencido de que ocultaban algún conocimiento secreto de los
antiguos.
La tradición ocultista se basa en la idea de que existía en
el pasado una ciencia que abrazaba la religión y las artes. Este conocimiento
sólo lo poseían los miembros de una pequeña casta de iniciados y los albañiles
medievales lo codificaron en las grandes catedrales góticas. Según el escritor
William Stirling: “Desde los tiempos del antiguo Egipto esta ley ha sido un
arcano sagrado que se comunica exclusivamente por medio de símbolos y parábolas
y cuya creación, en el mundo antiguo, constituía la forma más importante de
arte literario; por consiguiente, su exposición requería una casta sacerdotal a
quien se hubiera enseñado su uso, y en él se instruyó a los gremios de artistas
iniciados, que existieron en todo el mundo hasta tiempos relativamente
recientes. Hoy en día todo esto ha cambiado”. Schwaller tenía poco más de
veinte años cuando conoció a un alquimista que se hacía llamar Fulcanelli y habló con él de la Gran Obra de
transmutación. Rodeaba a Fulcanelli un círculo de discípulos que se hacían
llamar Los Hermanos de Heliópolis, que estaban entregados de lleno al estudio
de las obras de Nicolas Flamel y Basil Valentinus. Visitaban las librerías de ocasión de París
en busca de antiguos textos alquímicos. En un volumen antiguo que estaba
catalogando para una librería parisina había hallado Fulcanelli un manuscrito
de seis páginas y tinta descolorida, y lo había robado. Indicaba que el color
desempeñaba un papel importante en el secreto de los alquimistas. Pero Fulcanelli, cuya actitud ante la
alquimia era materialista, no logró comprenderlo. Schwaller pudo ayudarle en
sus interpretaciones. También mostró a Fulcanelli su propio manuscrito sobre
las catedrales medievales. Fulcanelli se entusiasmó al verlo y se brindó a
ayudarle a buscar un editor. De hecho, Fulcanelli tuvo el manuscrito en su
poder durante mucho tiempo y acabó robando la mayoría de sus principales
visiones interiores para su propio libro El misterio de las catedrales,
publicado en 1925, que se ha convertido en un clásico moderno. Mientras tanto,
Schwaller había trabado amistad con un poeta francés y príncipe lituano que se
llamaba Luzace de Lubicz Milosz.
Durante la primera guerra mundial Schwaller trabajo de
químico en el ejército y después de la contienda Milosz le otorgó el título de
caballero por los servicios que había prestado al pueblo lituano, así como el
derecho a añadir «de Lubicz» a su nombre. En ese momento Schwaller recibió el nombre
místico de AOR. Él y Milosz fundaron una organización política llamada Les
Veilleurs («los vigilantes»), que se basaba en las ideas elitistas de Schwaller
y a la que en cierto momento perteneció el
futuro jerarca nazi Rudolf Hess, que era también miembro de una orden
secreta alemana llamada la Sociedad de Thule.
Pero parece que Schwaller se cansó de participar en la política y se
mudó a Suhalia, en Suiza, para continuar sus estudios esotéricos con un grupo
de amigos de ideas afines, en particular los estudios relacionados con las
vidrieras de colores. Esto duró hasta 1934, año en que los problemas económicos
causaron la disolución de la comunidad de Suhalia. Para entonces, Fulcanelli ya
había muerto. Según Schwaller, había invitado a Fulcanelli a su domicilio de
Grasse, en el sur de Francia, para intentar la Gran Obra y el éxito fue total.
Convencido de que ya sabía cómo producir la transmutación alquímica, Fulcanelli
volvió a París y repitió el experimento varias veces, fracasando en todas
ellas. La razón, según diría más adelante Schwaller, era que él había elegido
el momento oportuno y las condiciones más indicadas para el experimento,
mientras que Fulcanelli no sabía nada de esas cosas. En 1936 desembarcó en Alejandría para visitar
la tumba de Ramsés IX. Allí tuvo una revelación mientras contemplaba una imagen
del faraón, que aparecía representado bajo la forma de la hipotenusa de un
triángulo rectángulo cuyas proporciones eran 3:4:5, a la vez que el brazo
alzado representaba una unidad complementaria. Estaba claro que los egipcios
conocían el teorema de Pitágoras siglos antes del nacimiento de su autor. De
pronto, Schwaller se dio cuenta de que la sabiduría de los artesanos medievales
se remontaba al antiguo Egipto. Durante los quince años siguientes, hasta 1951,
permaneció en Egipto, estudiando sus templos, en particular el de Luxor. Los
resultados fueron su voluminosa obra geométrica The Temple of Man, y su último
libro, Sacred Science.
En un capítulo titulado «Experimental Mysticism» del
libro A New Model of the
Universe, Ouspensky, discípulo
de Gurdjieff, describe
cómo utilizó algún
método no especificado para
lograr la conciencia «mística».
Una de las características de este estado de ánimo era que cada
palabra, cada cosa,
le recordaba docenas
de otras palabras
y cosas. Cuando miraba un cenicero, éste liberaba tal torrente de
significados y asociaciones, sobre el
cobre, la extracción
de cobre, el
tabaco o el fumar, que escribió en un papel: «Uno podría
volverse loco a causa de un cenicero».
De modo parecido, Schwaller dice: «Así pues, los jeroglíficos no son
metáforas en realidad. Expresan directamente lo que quieren decir, pero el
significado sigue siendo
tan profundo, tan
complejo como podría
ser la enseñanza
de un objeto
(silla, flor, buitre),
si hubiera que
considerar todos los significados que se le pueden atribuir.
Pero por pereza o hábito, eludimos este proceso mental analógico y designamos
el objeto por medio de una palabra que para nosotros expresa un único concepto
fijo». En The Temple
of Man, utiliza
otra imagen. Si
decimos «hombre que anda»,
imaginamos un hombre
andando, pero de una manera
vaga, abstracta. Pero si
vemos una imagen
de un hombre
andando, incluso en un jeroglífico,
el hombre se
vuelve real. Y
si el hombre
que anda está
pintado de verde, entonces
también evoca la
vegetación y el
crecimiento. Y aunque andar y
crecer parecen no
tener absolutamente ninguna
relación entre sí, podemos sentir la relación en la imagen
del hombre verde. Esta facultad que tiene el jeroglífico de evocar una «realidad»
dentro de nosotros es a lo que se refiere Schwaller cuando habla de la
«posibilidad de comprensión personal».
En el mismo libro, en un capítulo sobre la mentalidad
egipcia, vuelve a tratar de explicarse.
A nuestro método
moderno de vincular
ideas y pensamientos lo
llama «mecánico», como
una palanca unida
rígidamente a algún engranaje.
En cambio, la
mentalidad egipcia es
«indirecta». Un jeroglífico evoca
una idea, pero
también evoca docenas
de otras ideas relacionadas. Y
trata de explicarse
por medio de
una imagen sencilla.
Si miramos fijamente un
punto de color
verde vivo y
luego cerramos los
ojos, veremos el color
complementario -el rojo-
dentro de nuestros
párpados. El occidental diría
que el verde es la realidad, y el rojo, alguna clase de ilusión
dependiente de esa
realidad. Pero un
egipcio antiguo hubiera
tenido la sensación de que el
rojo es la realidad, porque es una visión interior. Es importante no
interpretar mal esto. Schwaller no dice que la realidad externa sea
una ilusión. Lo
que dice es
que los símbolos
y los jeroglíficos pueden evocar
dentro de nosotros
una realidad más
rica, más compleja.
La gran música y la gran
poesía producen el
mismo efecto. Estos
versos de Keats: “Las aguas
móviles en su sacerdotal tarea de ablución pura en torno a las costas humanas
de la tierra”, evocan de algún modo un
rico complejo de sentimientos, que es la razón por la cual
Eliot dijo que
la verdadera poesía
puede comunicar antes
de ser comprendida. La percepción normal nos muestra meramente
cosas sencillas, privadas de su
«resonancia». Un paralelo
sencillo sería un
libro, que es
un objeto sólido de
forma rectangular; esto
es su «realidad
externa». Pero lo que hay dentro del libro puede hacer que
emprendamos un viaje mágico. La realidad
del libro está
oculta y para
una persona que
no sepa leer,
el libro sería meramente un
objeto físico. Cuando examinamos esto
a la luz
de lo que
hemos dicho sobre
los lados izquierdo y derecho del cerebro, podemos ver inmediatamente
que un jeroglífico es una
imagen y, por
tanto, lo capta
el lado derecho
del cerebro. Una palabra es una sucesión de letras y la
capta el lado izquierdo el cerebro. ¿Dice
Schwaller que los
egipcios eran «gente
de cerebro derecho» y nosotros
somos «gente de cerebro izquierdo»?
Sí, en efecto,
pero hay mucho
más que eso.
Dice que los
egipcios poseían una clase
de inteligencia diferente
de la del
hombre moderno, una inteligencia que
es igual y
en muchos aspectos
superior. Schwaller la
llama «inteligencia innata» o «inteligencia del corazón». Parece el tipo
de doctrina que predicaba D. H. Lawrence o Henry Miller, y hasta cierto punto
lo es. Pero hay muchas más
cosas implícitas de
lo que Lawrence
y Miller pensaban.
A pesar de su
«inteligencia del corazón»,
ambos escritores se
veían a sí mismos esencialmente como hombres
modernos, por lo que las críticas que dirigen
contra el siglo
XX a menudo
resultan negativas y
destructivas. Ninguno de los dos parece ser consciente de las
posibilidades de una forma distinta de ver. Una de
estas posibilidades es
obvia. Si pensamos
en lo que
Manuel Córdova aprendió en la selva del Amazonas, podemos ver que
entrañaba el aprendizaje de ciertas
«facultades» que parecen
casi míticas, En
primer lugar, la facultad
de participar en
el «inconsciente colectivo»
de la tribu. Vemos que Córdova pudo ver una
procesión de pájaros y otros animales y que
los vio de
forma mucho más
detallada que por
medio de la
percepción normal. El jefe de
la tribu le
había enseñado a
hacer uso activo
de su hemisferio derecho,
que a su
vez proporcionaba mucha
más riqueza (más asociaciones) que la percepción visual
normal. Sería un error
pensar que la telepatía
es una facultad
«paranormal». Con una serie
de experimentos que
llevó a cabo
en el decenio
de 1960, el doctor
Zaboj V. Harvalik,
físico de la
universidad de Misuri,
demostró que tenía una
base científica. Para
empezar, Harvalik se
sintió intrigado por
el arte del zahorí,
es decir, la
facultad de ver
lo que está
oculto y que,
al parecer, poseen
todos los pueblos
primitivos. Al observar
que la varilla
del zahorí, una ramita bifurcada que sostienen las dos manos por las dos
puntas de la horquilla, reaccionaba siempre a una corriente eléctrica, empezó a
sospechar que el
arte del zahorí
es básicamente eléctrico.
Hincó verticalmente en tierra
dos cañerías de agua, separadas por unos 18 metros, y conecto sus extremos con
una batería potente. En cuanto encendió la corriente, la varilla reaccionó
retorciéndose en sus manos. Hizo la prueba con algunos amigos y descubrió que
todos podían hacer
de zahorí si
la corriente era
suficiente. Una quinta
parte de ellos
pudieron detectar incluso corrientes
de sólo dos
miliamperios. Todos mejoraron
de forma constante con la
práctica.
La radiestesia o rabdomancia es una actividad
pseudocientífica que se basa en la afirmación de que los estímulos eléctricos,
electromagnéticos, magnetismos y radiaciones de un cuerpo emisor pueden ser
percibidos y, en ocasiones, manejados por una persona por medio de artefactos
sencillos mantenidos en suspensión inestable como un péndulo, varillas “L”, o
una horquilla que supuestamente amplifican la capacidad de magnetorrecepción
del ser humano. Un zahorí, a veces llamado radiestesista o rabdomante, es
alguien que afirma que puede detectar cambios del electromagnetismo a través
del movimiento espontáneo, de dispositivos simples sostenidos por sus manos,
normalmente una varilla de madera o metal en forma de “Y” ó “L” o un péndulo.
Los zahoríes afirman ser capaces de detectar la existencia de flujos magnéticos
o líneas ley, corrientes de agua, vetas de minerales, lagos subterráneos, etc.
a cualquier profundidad y sustentan la eficacia de la técnica en razones
psicológicas, y los movimientos de los instrumentos por el efecto ideomotor.
Mientras para algunos defensores de la técnica, se trataría de una habilidad
explicable por la ciencia, otros la tratan de “facultad supranormal“. La
radiestesia en su variante tradicional de búsqueda de aguas subterráneas es una
práctica llevada a cabo desde hace al menos 4500 años. Ha sido ampliamente
practicada desde tiempos remotos, a falta de conocimiento geológico o de
instrumental científico, si bien hoy día sigue teniendo amplio uso en zonas
rurales, a pesar de la falta de pruebas científicas sobre su eficacia. Los
primeros intentos de explicación científica se basaban en la noción de que las
varillas del zahorí eran físicamente afectadas por emanaciones de las
sustancias de interés. Por ejemplo, William Pryce, en su Mineralogia
Cornubiensis de 1778 de las que científicos argumentan que “tales explicaciones
no tienen actualmente sustento científico válido“.
En 1986, la revista Nature, incluyó el zahorismo en una
lista de “efectos que se presuponían paranormales, pero que pueden ser
explicados por la ciencia“. En concreto, el zahorismo puede ser explicado en
términos de pistas sensoriales y conocimientos previos del zahorí, efectos de
expectativas y probabilidad. Los escépticos y algunos creyentes piensan que el
instrumento usado por el zahorí no tiene energía propia, sino que amplifica
pequeños movimientos inconscientes de las manos, efecto conocido como efecto
ideomotor. Esto haría de la varilla un instrumento de expresión de conocimiento
o percepción subconsciente del adivino. Algunos autores afirman que el ser
humano podría ser sensible a pequeños gradientes del campo magnético terrestre,
aunque no hay evidencia sobre ello. El zahorismo, tal y como se practica hoy en
día parece haberse originado en Alemania durante el siglo XV para encontrar
metales. Ya en 1518 Martín Lutero la citaba como una violación del primer
mandamiento, al considerarlo un acto de brujería en su obra Decem praecepta. En
la edición de 1550 de la Cosmographia de Sebastian Münster aparece un grabado
de un zahorí con una varilla en Y en unas extracciones mineras. En 1556,
Georgius Agricola realiza una detallada descripción del zahorismo para la
búsqueda de metales. En 1662, el jesuita Gaspar Schott afirmó que la práctica
era una superstición, e incluso satánica, aunque posteriormente diría que no
estaba seguro de que el diablo fuera siempre el que movía la varita. El uso de
varas o ramas para la localización ha sido un elemento popular de las creencias
populares de principios del siglo XIX en Nueva Inglaterra. Los primeros líderes
mormones, religión surgida en esa época, participaron de esas creencias. Así,
Oliver Cowdery, escriba del Libro de Mormón y uno de los doce apóstoles de la
Iglesia Mormona, usó una varilla para practicar la adivinación. El término
radiestesia aparece en inglés por primera vez en los años treinta, proveniente
del francés radiésthesie creado hacia el año 1890 por el abad Alexis Bouly
quien fundaría la Sociedad de Amigos de la Radiestesia.
Harvalik también reparó en que las personas que parecían
incapaces de hacer de zahorí
«sintonizaban» repentinamente después
de beber un
vaso de whisky. Era obvio
que el whisky
las relajaba e
impedía la injerencia
del «lado izquierdo del cerebro». Harvalik descubrió
que una tira
de papel de
aluminio enrollada en
la cabeza bloquea por
completo la capacidad
de hacer de
zahorí, lo cual también demuestra que el fenómeno es
básicamente eléctrico o magnético. Un
maestro zahorí alemán
llamado De Boer
era capaz de
detectar corrientes bajísimas, de una milésima de miliamperio. Incluso
podía detectar las señales de las emisoras de radio, para lo cual daba la
vuelta lentamente hasta quedar de
cara a la
emisora. Sintonizando una
radio portátil en
la misma dirección, Harvalik
comprobaba que De
Boer había acertado. Asimismo, De
Boer podía seleccionar
determinada frecuencia con
exclusión de las demás,
lo cual se
parecía a nuestra
capacidad de «sintonizar» con conversaciones diferentes en una fiesta.
Cuando alguien inventó un magnetómetro capaz de detectar las
ondas cerebrales, Harvalik se
preguntó si un
zahorí también podría
captarlas. Se colocaba de
espaldas a una pantalla en su jardín, con tapones en los oídos, y le
decía a algún
amigo que caminase
hacia él desde
el otro lado
de la pantalla. La varilla de
zahorí captaba la presencia del amigo cuando éste se hallaba a unos tres metros
de distancia. La distancia se multiplicaba por dos si Harvalik
le pedía al
amigo que pensara
en cosas «excitantes», por ejemplo en la sexualidad. Parece, pues,
que el arte
del zahorí es
simplemente la facultad
de detectar señales eléctricas.
Pero ¿cómo las
detecta la varilla
de zahorí? Al parecer, alguna parte del cuerpo, que
Harvalik dedujo que eran las glándulas
suprarrenales, capta la
señal y la
transmite al cerebro,
que a su vez hace que los músculos tengan
convulsiones. Los músculos estriados que intervienen en ello están sometidos al
control del lado derecho del cerebro
Los experimentos de Harvalik se describen en Christopher Bird, The Divining Hand, 1979.
El arte del zahorí, al igual que la telepatía, es una facultad del lado
derecho del cerebro.
Si el arte del zahorí y la telepatía tienen explicación
científica, entonces es posible comprender cómo el chamán de la edad de piedra
podía influir en el movimiento de
los bisontes o
los ciervos y
garantizar el éxito
de los cazadores dibujando estos
animales y poniendo así en marcha el proceso de «asociación» que describe Schwaller.
En un libro titulado Early Man hay una especie de gráfico suelto que
muestra la evolución del hombre desde los simiescos driopiteco y ramapiteco hasta
el hombre moderno,
pasando por el
australopiteco y el Homo
erectus. El problema
de los gráficos
de esta clase
es que nos
dan la idea de
que tuvo lugar
una progresión ininterrumpida, por
medio de la selección natural
y la supervivencia de
los mejor dotados,
que llevó inevitablemente
al Homo sapiens sapiens. La objeción
que se pone
a este panorama
es que hace
que todo parezca demasiado
mecánico. Por esto
el libro de
Cremo, Forbidden Archaeology,
ofrece un recordatorio oportuno de que no es el único punto de
vista. Con la
sorprendente afirmación de
que puede que
el hombre anatómicamente moderno
lleve millones de
años en la
Tierra, al menos Cremo
hace que pongamos
en duda esta
visión mecánica de
la evolución. Una vez
más hay que
hacer hincapié en
que la visión
«mecánica» no es «darwiniana». Darwin
nunca fue dogmático
hasta el extremo
de afirmar que la selección natural fuese el único
mecanismo de la evolución. Son sólo sus seguidores neodarwinianos quienes
han convertido su
pensamiento en dogma. Empecemos,
pues, a formular
una historia alternativa
suponiendo que tal vez
Mary Leakey tiene
razón al sugerir
la posibilidad de
que un hombre que andaba con el
cuerpo erguido y parecía «humano» existía ya en la Tierra hace tres millones y
medio de años. También señaló que había estudiado un período de medio millón de
años en la garganta de
Olduvai durante el
cual no hubo
cambios en las herramientas. El
hombre permaneció invariable
porque no tenía
ningún motivo para evolucionar. Dedicaba
la mayor parte
de sus energías simplemente a permanecer vivo. En tal
caso, ¿por qué
empezó a evolucionar
con una rapidez
tan grande, que se
da al acontecimiento el
nombre de «la
explosión del cerebro»?
Al hombre moderno le resulta casi imposible ponerse en el
lugar de un ser supuestamente sin
civilización, sin cultura
y sin nada
más que la naturaleza
que le rodeaba. Hasta
los indios amahuacos
que describe Manuel
Córdova vivían en chozas
y utilizaban lanzas,
arcos y flechas.
Pero al menos
permiten que nos hagamos
una idea de
lo que debe
de ser vivir
en contacto con
la naturaleza de día y de noche. Los indios de Córdova leen todas las
señales de la selva, todo
lo que se
ve y se
oye, del mismo
modo que nosotros leemos el
periódico de la
mañana. Y nuestros
antepasados remotos debían de poseer la misma capacidad con el
fin de sobrevivir. Tenemos que imaginárnoslos rodeados
de presencias, algunas visibles,
algunas invisibles. Y
tenemos que imaginárnoslos en estrecho
contacto con la
naturaleza, más estrecho
del que podemos concebir. Schwaller
de Lubicz intenta
transmitir cierto sentido
de la conciencia del hombre
primitivo, aunque, forzoso es reconocerlo, se refiere a los egipcios antiguos:
«… cada ser vivo está en contacto con todos los ritmos y armonías de todas las
energías de su universo. El medio de este contacto es, por supuesto, la misma
energía que contiene este ser vivo en particular. Nada separa este estado
energético que hay dentro de un ser vivo individual de la energía en que se
encuentra inmerso…». Dicho de otro modo, Schwaller ve al hombre y a los animales
primitivos inmersos en un mar de energías como peces en el agua. Es como si
fuera parte de ese mar, un nudo de energía más denso que el que le rodea y sostiene.
Schwaller habla de
neters, palabra egipcia
que suele traducirse por «dios» pero que aquí
significa algo que está más cerca de una vibración de energía individual: “… en
cada mes de
cada estación del
año, cada hora
del día tiene
su neter, porque
cada una de
estas horas tiene
su carácter propio.
Se sabe que la campanilla azul florece al amanecer y se cierra al
mediodía como la flor
de loto… ciertas
frutas requieren el
sol de la
tarde para madurar y
adquirir color… Un
pimentero joven, por
ejemplo, se inclina hacia el
sol abrasador de
la mañana, que
es diferente del
sol de cocción de
la tarde… sacaremos
la conclusión de
que existe una relación entre la fruta, por ejemplo, su
sabor, y el sol de su maduración, y, en el caso del pimentero, entre el fuego
de la pimienta y el fuego del sol. Hay una armonía en su «naturaleza»“.
Si un buen horticultor planta sus coliflores en el día de
luna llena, y un mal
horticultor las planta
cuando hay luna
nueva, el primero obtendrá coliflores ricas y blancas
y el segundo no cosechará más que plantas raquíticas. Es suficiente intentar
esto para probarlo. Y lo mismo ocurre
con todo lo
que crece y
vive. ¿Por qué
estos efectos? ¿Rayos directos del
sol o rayos
indirectos reflejados desde
la luna? Desde luego, pero
por otra razón,
una razón menos
material: la armonía cósmica. Las razones puramente
materiales ya no sirven para explicar por qué hay que tener en cuenta la
estación, incluso el mes y la fecha exacta para obtener los mejores resultados.
Entran en juego influencias cósmicas invisibles. Schwaller no sólo permite ver
por dentro el
estado anímico de
los egipcios, sino
también el motivo
por el cual
el hombre primitivo
prestaba tanta atención
al sol y
a la luna.
Por esto hacía piedras
y discos solares
perfectamente esféricos y
por esto, más adelante, enterraría
a sus muertos
en túmulos circulares.
El sol y
la luna significaban para
él infinitamente más
de lo que
puede significar para
el hombre moderno. Schwaller
hace otro comentario
fundamental que es
tan válido para
el primitivo Homo sapiens
como para los
antiguos egipcios: que
daban por sentado que
había vida después
de la muerte.
La vida en
la tierra era
sólo una pequeña parte del gran ciclo que empezaba y terminaría en otro
mundo. Los espíritus de
la naturaleza y
los espíritus de
los muertos eran tan
reales como las
personas vivas. Las
complicadas prácticas funerarias
del hombre de Neandertal indican claramente que también él daba por sentado
que existía vida
después de la
muerte.
Cualquier clase de
ritual indica un
nivel de inteligencia que
supera la meramente animal.
Un ritual simboliza
acontecimientos en el
mundo real. Y un
símbolo es una
abstracción. El hombre
es el único
ser capaz de abstracción. Y
como es difícil
imaginar alguna clase
de ritual sin
comunicación, entonces también tenemos que imaginar que era capaz de
hablar. Se cree que «la explosión del
cerebro» se debió
a la aparición
del habla. Y
esta teoría también
requiere que expliquemos
lo que el
hombre primitivo tenía que
decir. El hombre de Pekín no tenía ninguna necesidad de preguntarle
a su esposa:
«¿Has hecho la
colada?». Pero si
vivía en el mundo rico y complejo que sugiere
Schwaller de Lubicz, en el cual cada hora del
día tenía su
neter o vibración
individual, y en
el que el
sol, la luna
y los espíritus de los muertos
eran presencias vivas. Entonces la lengua tenía, por así decirlo, un objeto sobre
el cual ejercitarse. El hombre de
Pekín nos proporciona
otra pista. En
1930, Teilhard de Chardin
visitó al abad
Breuil en París
y le enseñó
un fragmento de
hueso ennegrecido. «¿Qué piensa
usted que es
esto?» El abad
lo examinó, luego dijo:
«Es un fragmento
de asta de
ciervo que ha
sido expuesto al
fuego y luego trabajado
con alguna tosca
herramienta de piedra».
«¡Imposible! -exclamó Teilhard-. Procede
de Chukutien». «No
me importa de
dónde proceda -dijo Breuil–
El hombre le
dio forma… un
hombre que conocía
la utilización del fuego». El
fragmento de asta
tenía alrededor de
medio millón de
años de antigüedad. Y
dado que lo
habían tallado con
una herramienta después
de quemarlo, debemos suponer que primero lo quemaron deliberadamente.
Así que el Homo erectus usaba el fuego.
Tenemos que pensar
que se proveía
de fuego cuando
veía que un relámpago abatía
un árbol -o
algún fenómeno parecido-
y entonces se encargaba de
que continuara ardiendo
siempre, seguramente
encomendando a algún
miembro del grupo
que mantuviera el
fuego encendido. Y es
obvio que este
concepto de mantener
un fuego encendido, durante año
tras año, daría
al «vigilante del
fuego» un fuerte
sentido de motivación y
de tener una
meta. Y como
tener una meta
contribuye a la evolución, he
aquí otra posible
causa de la
«explosión del cerebro».
Al parecer, el hombre
de Pekín conocía
el fuego y
tenía alguna clase
de ritual religioso. Schwaller
hace la importante
observación de que
la ciencia, el
arte, la medicina y la
astronomía de los egipcios no deben verse como aspectos diferentes de
la vida egipcia,
sino que todos
eran aspectos de lo mismo:
la religión en el sentido más amplio. La religión era idéntica al
conocimiento. Lo mismo debía
de suceder en
el caso de
los descendientes del hombre de Pekín. Habían pasado del nivel
meramente animal al nivel donde el conocimiento podía
definirse empleando algún
tipo de lenguaje.
Ver un árbol o
un río o
una montaña como
un dios -o,
mejor dicho, un
neter- sería verlo bajo
una luz nueva
y extraña. Incluso
hoy, la persona
que se ha convertido a
una religión ve
el mundo bajo
esta luz extraña
que hace que todo
parezca diferente. George Bernard Shaw hace
decir a un
personaje de Vuelta
a Matusalén que
desde que su
mente despertó, hasta
las cosas pequeñas resultan ser
cosas grandes. Éste
es el efecto
del conocimiento. Trae
un sentido de la distancia del mundo material, y un sentido de control.
Sin embargo, el
hombre de Neandertal
era religioso y,
aun así, desapareció
misteriosamente de la historia. Esto puede deberse a una sola razón: que el ser
que le
suplantó tenía un
sentido aún mayor
de la precisión
y el control.
Sin duda el hombre
de Neandertal tenía
su propia forma
de magia cinegética; pero, seguramente, comparada con
la magia del hombre de Cro-Magnon, con sus chamanes y rituales
y dibujos rupestres,
era tan tosca
como una bicicleta
comparada con un automóvil.
Este sentido de
la precisión y
el control aparece
ilustrado en una historia que
Jacquetta Hawkes cuenta
en su libro
Man and the
Sun (1962): “La falta
de cualquier representación o
símbolo solar en
el arte del paleolítico tal
vez no signifique
que el sol
no desempeñara
absolutamente ningún papel
en él. Un
rito que se
practica entre los pigmeos
del Congo previene
contra semejante suposición.
Frobenius viajaba a través
de la jungla
con varios de
estos hábiles y
valientes pequeños
cazadores cuando, al
caer la noche,
surgió la necesidad
de carne fresca. El hombre blanco
preguntó a sus
compañeros si podían matar un
antílope. La insensatez
de la pregunta
los dejó atónitos. Explicaron que
aquel día no
podían cazar con
buenos resultados porque no
habían hecho los
preparativos apropiados; prometieron
que saldrían de cacería
por la mañana.
Frobenius sintió curiosidad
por saber en qué podían consistir los preparativos, así que se levantó
antes de que amaneciera
y se escondió
en la cima
de la colina
que habían elegido. Aparecieron
todos los pigmeos del grupo, tres hombres y una mujer, y
al poco alisaron
la superficie de
una pequeña extensión
de arena y trazaron
un dibujo en ella. Se
quedaron esperando; luego,
al salir el sol,
uno de los
hombres disparó una
flecha contra el
dibujo, mientras la mujer
alzaba los brazos
hacia el sol
y profería exclamaciones. Los
hombres se internaron
corriendo en la
selva. Al acercarse al
lugar, Frobenius se
encontró con que
el dibujo representaba un
antílope y la
flecha estaba clavada
en el cuello.
Más adelante, después de
que los cazadores
volvieran con un
hermoso antílope que tenía el cuello atravesado por una flecha, algunos
de ellos arrancaron mechones de
pelo del animal
y llenaron una
calabaza con su sangre,
cubrieron el dibujo con todo ello y luego lo borraron”. Joseph Campbell añade:
«Lo más importante
de la ceremonia
de los pigmeos era
que se celebrase
al amanecer, que
la flecha se
clavara en el antílope exactamente cuando un rayo de
sol cayera sobre él…».
Es fácil ver
que el cazador
de Cro-Magnon, utilizando
esta técnica, se sentiría
como el moderno
cazador que emplea
un fusil de
gran potencia dotado de
mira telescópica. En
comparación, la magia
del hombre de Neandertal, que era más antigua, debía de
parecer tan tosca como un arco y una flecha. Seguramente fue
el motivo de
que el hombre
de Cro-Magnon se convirtiera
en el fundador
de la civilización. Su dominio de
la «magia» le daba
un sentido de
optimismo, de tener
una meta, de
control, como ningún animal había poseído antes. Un elemento
fundamental de esta
evolución fue la
autoridad del jefe. Entre
los animales, el
jefe es sencillamente el
más dominante. Pero
si el hombre de Cro-Magnon se
parecía a sus descendientes de Egipto, Sumeria, Europa o,
incluso, al jefe
de los indios
amahuacas de Brasil,
entonces sus reyes no eran
sencillamente figuras dotadas de autoridad, sino sacerdotes y chamanes, hombres
que conocían a los «espíritus» y a los dioses. Esto tenía una importancia
inmensa para el
hombre antiguo. Lo
mismo ocurría en el antiguo Egipto, bajo su faraón-dios. De manera que
si hubo una civilización en la «Atlántida» antes de 11000 a.
de C., y
en Tiahuanaco en
los Andes, así como
en el Egipto
predinástico, entonces podemos
afirmar categóricamente que se trataba de una «teocracia faraónica», gobernada
por un rey del cual también se creía que era un dios. Las pirámides las
construyeron hombres que creían de forma total y sin ninguna duda
que su faraón
era un dios
y que erigir
tan magníficas estructuras significaba
servir a los
dioses. Esta creencia
da a una
sociedad una meta y
una dirección que
es imposible que
tenga un grupo
de meros animales, por
dominante y astuto
que sea su
jefe. Cuando el
hombre primitivo empezó a creer que el jefe de su tribu estaba en
comunicación con los dioses, dio uno de los pasos más importantes en su
evolución.
En el verano de 1933, un escocés de 39 años llamado
Alexander Thom ancló su yate de vela en East Loch Roag, al noroeste de la isla
de Lewis, en las Hébridas. Thom era un ingeniero aeronáutico cuya pasión de
toda la vida era navegar a
vela. Al salir
la luna, alzó
los ojos y
vio que sobre
ella se recortaban las piedras verticales de
Callanish, «el Stonehenge de Escocia». Después
de cenar, Thom
subió andando hasta
ellas y al
recorrer con los ojos
la avenida de
menhires, se dio
cuenta de que
su eje principal,
que iba de norte a sur, señalaba directamente la estrella Polar. Pero
Thom sabía que cuando se
erigieron las piedras
-probablemente antes que
la Gran Pirámide- la
estrella Polar no
estaba en la
misma posición que
en aquel momento. ¿Cómo,
pues, los hombres
que construyeron el
monumento consiguieron señalar con tanta exactitud el norte geográfico?
Haría falta algo más que conjeturas para lograr una precisión tan increíble
como la que se ve en Callanish. Un método
consistiría en observar
la posición exacta
del sol naciente y
del sol poniente
y luego bisecar
la línea entre
ellos. Pero esto sólo puede
hacerse con exactitud en
terreno llano, donde
ambos horizontes están nivelados.
Otro consistiría en observar alguna estrella cerca del polo al caer la noche,
volver a observarla doce horas después, antes del amanecer, y bisecar
esa línea. Thom
se dio cuenta
de que resultaría
una tarea complicadísima que
requeriría el empleo
de plomadas y
estacas verticales. Era obvio
que aquellos ingenieros antiguos estaban muy avanzados. Thom empezó
a estudiar otros
círculos de piedras,
la mayoría de
los cuales eran virtualmente
desconocidos. Quedó convencido
de que sus constructores eran
hombres con una
inteligencia igual a la suya,
o superior: un programa
de televisión sobre
las ideas de
Thom los llamó
«Einsteins prehistóricos». La
idea dejó estupefactos a la mayoría
de los arqueólogos. El
astrónomo sir Norman
Lockyer había comentado,
hacia principios del siglo
XX, que Stonehenge
podía ser una
especie de calculadora astronómica
que señalaba las
posiciones del sol
y de la
luna, pero nadie había tomado
muy en serio sus palabras, puesto
que la mayoría de los
«expertos» estaban convencidos
de que los
constructores de Stonehenge eran
salvajes supersticiosos que probablemente llevaban a cabo sacrificios humanos
en la piedra
que hacía de
altar. Thom afirmaba
ahora que, al contrario, eran geómetras magistrales.
Asimismo, la mayoría de los círculos de piedra no eran círculos. Algunos tenían forma de huevo y otros, de letra «D». Sin embargo, la geometría era siempre precisa, como pudo descubrir Thom a lo largo de años de estudio y cálculo. ¿Cómo lo hacían? Thom descubrió finalmente que los «círculos» estaban construidos alrededor de «triángulos pitagóricos», es decir, triángulos cuyos lados tenían una longitud de 3, 4 y 5 unidades respectivamente (por lo que el cuadrado de la hipotenusa era igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados). ¿Y por qué querían aquellos círculos? La respuesta era en este caso más difícil. Seguramente para calcular cosas tales como las fases de la luna, el movimiento del sol entre los solsticios y los equinoccios y para predecir los eclipses. Pero ¿por qué querían predecir los eclipses? Thom reconocía que lo ignoraba, pero contaba la historia de dos antiguos astrónomos chinos que perdieron la cabeza por no haber predicho un eclipse, lo cual significaba que los antiguos concedían una importancia inmensa a los eclipses. Había otro problema interesante. Si aquellos hombres antiguos eran tan buenos en geometría, ¿cómo lo recordaban todo? Los constructores de megalitos aparentemente no nos han dejado ninguna tablilla de piedra o de barro en la que aparecieran inscritas proposiciones geométricas. Pero la verdad es que nos consta que los antiguos griegos se sabían las obras de Homero -y de otros poetas- de memoria. Habían cultivado su memoria hasta ser capaces de recitar cientos de miles de líneas. La Iliada y la Odisea que nosotros leemos en libros se habían transmitido durante siglos en la memoria de los bardos. De ahí que éstos fueran tan respetados. Cuando murió en 1985, a la edad de 91 años, Alexander Thom ya no era considerado un chiflado. Gran número de respetables arqueólogos y expertos en historia antigua de Inglaterra se habían convertido en sus más firmes partidarios. Asimismo, el astrónomo británico Gerald Hawkins había confirmado las aseveraciones más importantes de Thom introduciendo datos procedentes de monumentos como Stonehenge en su ordenador en Harvard y demostrando que existían alineamientos astronómicos.
Un bardo, en la historia antigua de Europa, era la persona encargada de transmitir las historias, las leyendas y poemas de forma oral además de cantar la historia de sus pueblos en largos poemas recitativos. Su trabajo era por lo normal ambulante, contando sus historias ante distintos públicos, con el objetivo de que no se perdieran; eran auténticos almacenes de la historia comunitaria, transmisores de noticias, mensajeros e incluso embajadores entre distintos pueblos. La palabra es un préstamo del protocéltico bardos o gwerh, específicamente, de como se hablaba entre los celtas de Irlanda, entre quienes se consideraban casi sagrados e inviolables, estando exentos de contribuciones y del servicio de las armas. Se destacaron también entre los Galos y galeses, y, con una tradición diferente, en los países de Escandinavia, donde se los conocía como skald. La elevación a la posición de bardo se verificaba todos los años en una competencia a los que asistían los principales bardos del país. Vestían de azul a diferencia de los druidas que lo hacían de blanco. Esa tradición de competencias anuales todavía persiste en festivales, el más famoso de los cuales es el Eisteddfod Nacional del país de Gales (que es parte de un ciclo de “Eisteddfodau“) In Irlanda se tienen los Fleadh Cheoil y en Bretaña, el Kan ar bobl. Ejemplos históricos y legendarios de bardo incluyen a Alan-a-Dale, Will Scarlet, Amergin y a Homero. De hecho, cada cultura tiene su narrador de historias o poeta, ya sea llamado bardo, skald, juglar (éste nombre es de la Edad Media) o de cualquier otra forma. Más tarde el término se aplicó a cualquier poeta e incluso músicos itinerantes. Un buen bardo debía ser de lengua ágil, corazón ligero y pies veloces (cuando todo lo demás fallaba).